si dios nos da licencia

El camino de los mezcales Oaxaqueños nos llevó hasta la puerta de una casa humilde pero llena de vida.

Un gran portón de metal se abrió descubriendo a don Federico, hombre de edad avanzada y tristeza como experiencia en la mirada. Su hablar tan autóctono me hacía vibrar las fibras mexicanas de las cuales se compone mi ser.

Nos recibió con un abrazo cariñoso, la conexión fue instantánea, mágica y sobrecogedora. “Pasen a su humilde casa”, nos invitó, y nos guió hasta un agradable lugar rodeado de la peculiar vida que inyectan las plantas en abundancia.

Tres mezcales prepara artesanalmente en su morada: joven, de pechuga y añejo. Nos permitió probarlos abundantemente en unas simpáticas jicaritas rojas con un lorito en medio.

Don Federico se dedica al arte del mezcal desde hace 38 años cuando trabajó de alquilado en tierras Oaxaqueñas. Con el tiempo, se independizó y logró montar su propia fábrica de mezcal en casa. Barricas, alambique y grandes tambos de plástico son su taller en donde desarrolla su íntimo arte: la creación del mezcal.

“Hace tres años murió mi mujer” y con ello nos compartió la triste historia. “Ya no es lo mismo, ya no quiero convivir con ninguna mujer, la mía es irremplazable”. Nos invitó a un cuarto en donde tiene un altar a su esposa y sus hijos, también fallecidos.

Don Federico se quedó solo pero no se aleja de Dios quien es el que le provee serenidad detrás de la inmensa tristeza que reflejan sus ojos viejos.

Don Federico gusta de tomar sus propios mezcales “es la única manera que tengo de evadir un poco la tristeza, eso sí, solo dos, porque si me pongo borracho, entonces la tristeza se profundiza”.

Lo único que le queda a don Federico es su arte de elaborar un mezcal con sabor a manos campesinas, a tierra y a espíritu mexicano. Aunque sus familiares le dicen que venda para irse a pasear por el mundo, para él dejar su casa es como dejar la memoria de su esposa. “Sin mi mezcalera, no tendría nada por qué vivir”.

“Pasen a ver los agaves”, nos invitó don Federico a su plantío. Una olla hervía en la estufa de carbón. Preparaba su plato de comida que puso en la caldera minutos antes de que nosotros llegáramos. “¿Les regalo un poco de caldo de tasajo y papa?”, agradecimos el gesto pero nos sentíamos mal de comernos lo que sería su comida.

Insistió, tanto, que resultó incómodo rechazar si intención de compartir lo único que tenía. No nos daba lo que le sobraba en el refrigerador, sino lo único que tenía para comer.

Compartimos un pequeño plato con él “les ofrecería un taco pero no tengo tortillas”, el potaje fue más alimento para el alma que para el cuerpo, una enseñanza de humildad y entrega que me llevo en la memoria.

Nos despedimos de abrazo, sabiendo que si no lo volvemos a ver porque “Dios ya no le de licencia” lo recordaremos cada que bebamos en una jicarita, su delicioso mezcal.