Yo no quiero madurar

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Una personita llena de luz dijo: “Yo no quiero madurar porque ser adulto es aburrido. Sólo piensan en trabajo, en dinero y no juegan a nada”.

Dicen que los niños son los mejores maestros, ahora no me cabe duda. No me sorprende darme cuenta de que los adultos, los que estamos en la mitad entre ser niños y viejos, simplemente estamos en el camino de aprender.

Aprender a ser adultos sin olvidar al niño que jamás abandona nuestra alma. Aprender a pensar menos en nimiedades como la certeza de un futuro económico y más en el juego que el día a día de la vida nos ofrece. Luego, en la vejez, la sabiduría golpea y nos tendremos que dar cuenta de que nunca debimos perder la niñez y así, volvemos a recuperarla.

Un niño vive al momento, no está preocupado por lo que pasó ayer y mucho menos por el mañana. Un niño juega y cuando juega, medita, y cuando medita, se eleva en vibraciones. Un niño sabe cómo jugar, nosotros lo olvidamos o por lo menos eso parece.

A  sabiendas de que mis ojos se abrieron y vi en la niñez lo que antes no veía, gracias a dos angelitos sabios, me tiré boca abajo en la arena y me permití volver a jugar en las olas. Jugué como no jugaba hace demasiados años, tantos que hasta lo había olvidado. Mas olvidar no es del alma del niño, lo que había olvidado era la última vez que lo había hecho, mas no cómo hacerlo.

Me dejé llevar, me dejé impregnar de ese estado meditativo de aquel par de niños que me invitaron a su sagrado ritual de juego en el mar. Me dejé llevar y grité de emoción, de ansiedad porque una ola llegaría, de sorpresa porque llegó y  me empujó al piso, de emoción por olvidarme si la demás gente que estaba en la playa me juzgaba, me miraba u opinaba cualquier cosa de mí.

Simplemente no me di cuenta cuánta gente había, ni si me estaban mirando porque de la mano de ellos estaba meditando en el juego con el mar.

Volví a sentir esa emoción que me llevó, horas más tarde, hasta las lágrimas. Volví a entender por qué ese chiquito no quiere madurar, y más razón no puede tener: los adultos podemos ser muy aburridos. Siempre pensando en los peligros, siempre pensando en las consecuencias de todo, nunca dejándonos llevar, siempre con miedo a juicios y prejuicios, nunca con espontaneidad.

Así cada que vamos a la playa nos sentamos como autómatas a mirar el mar y a comportarnos lo más maduros posibles porque si nos ponemos a jugar, si en una de esas se nos ocurre llevar palas y vasos para hacer un castillo de arena gigante, entonces, ¿qué va a pensar el resto?

Hoy no asiento al escuchar que los niños son grandes maestros, hoy alabo la niñez porque por fin la comprendí. Por fin entiendo que lo importante no es mantener una casa limpia y una vida impecable, hoy por fin entiendo que en el juego no tienen cabida los pensamientos adultos porque son ellos mismos los que no nos permiten jugar.

Probablemente ése es el porqué de los hijos, probablemente criar a un niño no solamente es perpetuar nuestra especie y nuestro linaje, sino aprender un nuevo nivel de vibración en el que mientras mostramos el camino de la vida a un ser pequeño, nos dejamos enseñar cómo es que debemos vivirla.