El monstruo defeño

Ayer fue un día de esos que cuando acaban no sabes si fue malo o no del todo. Siempre me ha gustado pensar que las cosas pueden fallar escalonadamente, eso hace que cada problema soliviante cualquier amargura exagerada. Cada día que pasa, esta ciudad se hace más dificil de vivir. Comenzando desde las 8 de la mañana, horario en el que doy inicio a mi jornada diaria y que busco un poco de tranquilidad y silencio para luchar contra los demonios que no me permiten dejar las cobijas. Es en ese momento cuando los cláxones del transporte público parecen ayudarme con mi trifulca interna obligándome a abandonar el colchón y a abordar la ducha en un estado, ya, de completo estrés. Como todo empleado en esta ciudad salgo a tomar las calles defeñas alrededor de las nueve de la mañana y me topo con cada una de esas personas que diariamente desperdician su vida dentro de un automovil.

Recuerdo que en épocas pasadas el arte del callejoneo se convertía en la mejor herramienta para llegar a tiempo a cualquier lugar, hoy esas callecitas residenciales se encuentran con tanto o más tráfico que las mismas vías rápidas, que siendo honesta no se por qué reciben ese atributo: vías rápidas. La gente comienza a desesperarse porque en cada semáforo se encuentra un policía que, con un guantecito blanco, pretende detener una manifestación de lata enfurecida. El mejor recurso para llamar la atención es el cláxon, así que se pegan de él sin tregua alguna exasperando los nervios de la multitud que intenta llegar a tiempo. Por si fuera poco y aunado a la tensión ocasionada en las atestadas calles, siempre te sorprende en algún semáforo el limpia-vidrios, quien en un acto de desconcertante abuso baña el vidrio de tu carro con un líquido jabonoso de dudosa procedencia. Es una batalla continua el enfrentarse a la selva de asfalto que esconde el D.F, en cada semáforo en rojo se debe estar pendiente de tantas y tantas cosas que podrían hacer todavía peor tu día; que el loco que se te viene cerrando no te vaya a chocar, se te entume el dedo de tanto moverlo en señal negativa a los que insisten con lavar tus vidrios, el semáforo que no funciona, el policía que más que ayudar empeora la situación vial, en fin, hasta recibir diariamente el recuerdo de tu madre de manera conceptual y repetida.
Cabe mencionar que después de 40 minutos, promedio, de entablar una guerra personal con el de al lado, nada valió la pena pues igual que siempre, llegas 10 minutos tarde, si te va bien. Los horarios de jornada laboral, así como las horas pico citadinas se consumen por completo la vida entre semana, ir al gimnasio se torna en una tortura, ni hablar de cumplir horarios para tomar un café con una amiga o simplemente llegar a tu casa con la luz del sol y sentir que vives un poco más. Cinco días de la semana están condenados a esta rutina y el fin de semana es tan corto que no nos permite cumplir con los múltiples deseos personales que se acumulan conforme pasa el tiempo. Todos trabajamos para vivir con cierto nivel al que estamos acostumbrados o al que queremos ascender, pero la vida laboral no nos permite disfrutar enteramente de la posición que gozamos. Muchas veces me encuentro en la situación en la que dos horas antes de mi horario de salida, he terminado con mi deber del día y pienso en todas las cosas que podria hacer durante ese tiempo que ahora quemo en facebook o cambiando de pestaña en pestaña las ventanas del internet, que hacía un rato me interesaban y que ahora hojeo con el afán de que los minutos transcurran y el tráfico de la tarde se acumule para sumarme a él.
Pese a todos los vagos intentos que hacemos para relajarnos y tomar nuestro habitual camino a casa sin exabruptos premeditados, es increíblemente imposible mantener la calma en la olla de energía encontrada que habitamos y llamamos hogar.
Vivir en la ciudad más grande del mundo, trae así como beneficios y múltiples opciones de entretenimiento, la pesadez causada por el temor adquirido. Estamos aterrorizados, de cierta manera, de toda la gente que nos rodea, el mínimo contacto físico con un desconocido nos transfigura la cara sin razón o motivo. La inseguridad nos obliga a buscar al sospechoso en las multitudes y olvidamos que las caras no son más que el moño con el que nos mandaron de regalo a la tierra. Juzgamos a los limpiavidrios como si fueran delincuentes y ellos en represalia actúan de manera agresiva, nos quejamos de infinidad de cosas que suceden a diario pero no analizamos la cara que le ponemos a la realidad. Salgan a la calle, observen a la gente, caras y caras de amargura deambulan por las calles citadinas, es más sencillo toparse con una mala palabra que con una sonrisa amable y el asumir que nuestros problemas y necesidades son de dominio público nos convierte en egoístas sociales y retraídos nacionales.
La solución: complicado encontrarla, cada quien debe buscar un pequeño rincón Zen dentro de su existencia y pensar que el enojarnos o insultar al vecino lo único que deja son momentos de malestar y una pila de sensaciones acumuladas que a la larga provocan enfermedades o malestares físicos. Sin embargo no pienso que sea completamente imposible lograr una solución y una mejor calidad de vida en la ciudad. Los horarios y las jornadas laborales deben de ser flexibles, permitiéndole al empleado salir al terminar sus labores diarias, esto mejoraría la productividad de las empresas y aliviaría los aglutinamientos de carros en las presumidas vías rápidas. La conciencia social debe ser uno de los puntos álgidos dentro de las soluciones, el sentido común debe ser instruido a las autoridades así como la tolerancia entre dos partes, las cosas no siempre se solucionan a golpes y el neurotismo nos orilla a buscar, como forma de desahogo, un momento de histeria colectiva que a manera de terapia descargue todas las emociones contenidas.

Debemos hablar, pedir las cosas, que se nos conceda ser más libres y no estar atrapados dentro de cuatro paredes mientras el sol brilla esplendoroso, acomodar nuestros horarios para disfrutar de una buena comida diariamente, aprovechar las horas de trabajo, ser responsables, pero sobre todo exigir un poco de calidad de vida. Miremos a los europeos, sus jornadas laborales terminan a las 5 de la tarde, la comida y la siesta son irrefutables y los dos meses de vacaciones al año mantienen a un ser humano feliz con su vida. Una persona feliz es un empleado productivo, un jefe condescendiente es siempre un alto mando respetado, una empresa que coopera con la situación real de la ciudad, es una entidad consiente y una entidad consiente es única en México.